TAMARAN - TAMERAN

No existe unanimidad entre los historiadores sobre el origen del nombre de la isla o el de su calificativo. Está muy arraigada popularmente la teoría de que su nombre aborigen fuese Tamerán, Tamarán o Tamarant, traducido a veces como tierra de las palmas o más frecuentemente como país de valientes. Sin embargo, el origen prehispánico de dicho topónimo ha sido puesto en cuestión, ya que el nombre Tamarán aparece por primera vez en el siglo XIX, no constatándose su presencia en ninguna fuente clásica ni de la época de la Conquista, especulándose con la posibilidad de que Canaria sea la versión latinizada del verdadero nombre aborigen de la isla o de la etnia que la habitaba. Por otra parte, estudios filológicos recientes sugieren que el nombre Tamerán puede tener cierta autenticidad histórica

CUENTOS Y LEYENDAS CANARIAS


CUENTOS Y LEYENDAS



El Jardín de Las Hespérides


 
En la mitología griega las Hespérides (en griego antiguo Έσπεριδες, ‘hijas del atardecer’) eran las ninfas que cuidaban un maravilloso jardín en un lejano rincón del occidente, situado según diversas fuentes en las montañas de Arcadia en Grecia, cerca de la cordillera del Atlas en Marruecos, o en una distante isla del borde del océano.

Adicionalmente, Hespérides (o también Islas Afortunadas) es un nombre dado por los antiguos a una serie de islas situadas en el extremo oeste del mundo entonces conocido. Éstas podían haber incluido Canarias, Madeira y Cabo Verde.

 Según diferentes fuentes, había tres, cuatro o incluso nueve hespérides, pero normalmente se consideraba que eran tres, como las demás tríadas griegas (las Cárites, las Greas, las Gorgonas y las Moiras). Algunos de sus nombres eran Egles, Aretusa, Eritia, Hesperia, Héspere, Hestia y Hesperetusa. A veces se las llamaba Doncellas de Occidente, Hijas del Atardecer o Diosas del Ocaso, aparentemente aludiendo a su imaginada situación en el lejano oeste, y de hecho Hésperis es apropiadamente la personificación del atardecer (como Eos es la del amanecer) y Héspero la de la estrella vespertina. También se les llamaba las Hermanas Africanas, quizá por cuando se pensaba que estaban en Libia.

A veces eran retratadas como las hijas vespertinas de Nix, la Noche, y (según las versiones) de Érebo (la Oscuridad), de la misma forma que Eos en el más lejano este, la Cólquida, era la hija del titán solar Hiperión. Según otras fuentes eran hijas de Océano, de Atlas y Hésperis, de Hésperos, de Zeus y Temis o de Forcis y Ceto.
Una de las hespérides era Hesperia, hija, según las versiones, de Nix por sí misma, de Atlas y Hesperis, de Héspero, o de Zeus y Temis. Sus hermanas son Egle y Aretusa.
Las Hespérides tenían voces que encantaban y poseían el poder de cambiar de forma para enloquecer a los que las veían
 
 Guanarteme

 Guanarteme era el término que recibían los reyes aborígenes en la isla de Gran Canaria antes de la conquista castellana. Puesto que la isla estaba dividida en diversos territorios más o menos autónomos, existían varios guanartemes. En el momento de la conquista había dos: el Guanartemato de Telde y el Guanartemato de Gáldar.
Los guanartemes se ayudaban de un consejo de nobles para tomar sus decisiones, además de contar con el sacerdote o faicán, quien en ocasiones podía tener más relevancia social y política que el propio guanarteme. También se menciona la existencia de un consejo de carácter militar: el sabor, donde se reunían los guayres o capitanes.

El Guanartemato de Gáldar era uno de los guanartematos en los que se dividió la isla de Tamarant (Gran Canaria) tras la muerte de Artemi Semidán en 1405, hasta la conquista de la isla. La antigua jefatura única de la isla, con sede en Telde, quedó dividida en dos, quedando al frente de Gáldar, el guanarteme Egonaygache Semidán.

El guanartemato ocuparía todo el sector NO de la isla, y posiblemente sus límites con el Guanartemato de Telde estarían en el Barranco de Guiniguada y el Barranco de Arguineguín, según Abreu Galindo, o el Barranco de Guiniguada y Barranco de Tirajana.

La sede del poder político del guanartemato estaría en la Vega de Gáldar, en torno a la actual ciudad homónima. También había asentamientos poblacionales importantes en La Aldea de San Nicolás. Agaete, Veneguera, Mogán y Arguineguín, tanto en hábitats concentrados como dispersos, con poblados de superficie formados por casas, como cuevas artificiales y naturales. También se encuentran dentro de este territorio las necrópolis del Agujero, La Guancha, Guayedra, etc. Muchas cuevas artificiales fueron utilizadas como silos para el almacenamiento de la producción agrícola.
La principal actividad económica sería la agrícola, destacando la fértil Vega de Gáldar. En las zonas montañosas se practicaría la ganadería (caprina y ovina). En la costa se explotaron los recursos marinos. En cuanto a la actividad minera, destaca la Montaña de Horgazales como centro de explotación de la obsidiana, la cual sería distribuida por toda la isla.
 
 
Tenesor Semidán



Tenesor Semidán (bautizado como Fernando de Guanarteme) fue un líder aborigen canario. Negoció con la Corona de Castilla un tratado válido para todas las islas del archipiélago. Nace probablemente hacia 1420 en la isla de Gran Canaria, de cuyo reino, Guanartemato de Gáldar, era guanarteme ("rey") a la llegada de los castellanos.Tenesor Semidán y Bentaguaire eran los hijos del guanarteme de Gran Canaria, Artemi Semidán (finales del siglo XV), y heredaron el reino a la muerte de este, pero pronto surgió la lucha entre ambos; Tenesor venció pero tuvo que hacer frente a la sublevación del usurpador Doramas y a continuos intentos de invasión. En 1478 Juan Rejón y Pedro de Algaba desembarcaron en la isla al frente de una expedición de tropas castellanas iniciando la conquista de la isla.

En 1481, Tenesor viaja a España por vez primera y firma la Carta de Calatayud, pacto entre los Reinos de las Españas y el Reino de Canarias, el 30 de mayo en Calatayud, capital de Aragón, firmando en nombre del Reino de Canarias, y Fernando el Católico, Rey de Aragón, en nombre de los Reinos de las Españas.[2] Los mandos del ejército español destinados en Canarias, obtienen tierras, y también los diferentes menceyes y guanartemes (reyes tribales) que quedan como responsables políticos.
Al año siguiente a la firma del tratado, algunos grupos de rebeldes liderados por Guayarmina Semidán y el príncipe Bentejuí se refugian en las cumbres y mantienen viva la resistencia en Gran Canaria.
Tenesor Semidán se reúne con ellos, para tratar de convencerlos de que cesen en la rebelión: el 29 de abril de 1486, conversa con Guayarmina Semidán, descendiente como él de los Semidán, y con Bentejuí en la fortaleza de Ansite. Tras la reunión, Guayarmina baja y se entrega, mientras que Bentejuí y el Faycan de Telde se suicidan siguiendo el ritual aborigen, despeñándose por el barranco de Atis Tirma, así llamado por ser esa la frase que la tradición narra que exclamaron al precipitarse al vacío ("Viva la Montaña sagrada").
Cristianización
Traidor y pusilánime para unos, estadista y pacificador para otros, fue un personaje de gran importancia para la incorporación pacífica de algunas de las islas canarias a las coronas de los Reyes Católicos, quienes apadrinaron su bautizo, celebrado con todo esplendor en las Cortes Generales de la ciudad de Calatayud, el 30 de mayo de 1481, día de San Fernando. Tras su cristianización, se le llamó Don Fernando Guanarteme. Deja descendencia en sus hijas, la infanta Margarita Fernández y la infanta Catalina Hernández.
 
 
 Guayarmina Semidán
 
 
 
 
 Guayarmina Semidán  fue una noble princesa aborigen canaria y miembro de la familia del guanarteme de Tenesor Semidán, líder del Guanartemato de Gáldar y aceptado por los Reyes Católicos como representante de los Reinos de Canarias en la firma de la Carta de Calatayud, por el que las Islas Canarias se incorporaban a las Corona de Castilla.
En 1470 se rompen las relaciones con los españoles y estos son expulsados de Tenerife, mientras que se suceden las escaramuzas en las tres islas sin acuerdo con la Corona de Castilla, sobre todo en Gran Canaria, con alternancias de éxitos para ambas partes pero sin decantarse a favor de ninguno de los bandos. Tras varias derrotas y ser hecho prisionero, Tenesor Semidán firma en España la Carta de Calatayud, pacto entre los "Reinos de las Españas y el Reino de Canarias", el 30 de mayo de 1481 en Calatayud, capital de Aragón, con Fernando el Católico, Rey de Aragón, en nombre de los Reinos de las Españas.

En 1482, Guayarmina Semidán, que seguía considerándose Reina de Gran Canaria, descontenta con el pacto y con el comportamiento de los conquistadores españoles, se une al líder grancanario Bentejuí y se refugian en las cumbres de Gran Canaria, desde donde mantienen viva la resistencia militar frente a Alonso Fernández de Lugo, el Adelantado de los Reyes Católicos en las islas.
El 29 de abril de 1484, Tenesor Semidán conversa con Guayarmina y con Bentejuí en la fortaleza de Ansite, tras lo cual, la descendiente de los Semidán baja y se entrega, mientras que Bentejuí y el Faycan (título del chamán que asesoraba a los guanartemes o reyes grancanarios) de Telde se suicidan siguiendo el ritual guanche, despeñándose por un barranco.Guayarmina se suma al pacto nacido de Carta de Calatayud. Posteriormente celebra matrimonio con el caballero Hernando de Guzman, y como Reina de Gran Canaria es encomendada por el Faycan al Obispo Juan de Firmas
 
 
Cuatro Puertas de Telde
 

 El Yacimiento Cuatro Puertas de Telde es desde el año 1972 considerado como un Monumento histórico-artístico, este yacimiento recibe el nombre de Cuatro Puertas gracias a su rasgo más característico, las cuatro entradas a modo de puertas que dan paso a una gran sala, además podremos ver unos enigmáticos signos grabados en sus paredes los cuales hoy en día aún siguen siendo un autentico misterio para los investigadores, aunque se cree que es aquí donde practicaban ofrendas y otros actos religiosos.
En la parte alta del promontorio encontraremos el llamado “almogarén”, un lugar de culto a las deidades de la naturaleza, dicho conjunto se completa con numerosas cuevas entre las cuales cabe destacar la de los Papeles y la de las Columnas.
 
Leyenda de Gara y Jonay
Según la leyenda en la Gomera, existían entonces, siete lugares de los que emanaba agua mágica y cuyo origen nadie conocía. Estos siete chorros, aparte de regalar virtudes revelaban también, cuando te mirabas en sus aguas, si ibas o no a encontrar pareja. Si el agua era clara, el amor llegaría, pero si se enturbiaba, poco había que esperar. Se aproximaban las fiestas de Beñesmén y un grupo de jóvenes gomeras acudieron a Los Chorros de Epina para mirarse en él. Entre ellas se encontraba Gara, princesa de Agulo. Se asomó y al principio le devolvió una imagen tranquila y perfecta, pero luego surgieron sombras y comenzó a agitarse... Gerián, el sabio del lugar, le hizo una advertencia: "- Lo que ha de suceder ocurrirá. Huye del fuego, Gara, o el fuego habrá de consumirte". Gara calló, pero el triste presagio corrió de boca en boca.

En las vísperas de las fiestas, llegaron de Tenerife los Menceyes y otros nobles. El Mencey de Adeje venía con su hijo Jonay, joven fuerte y apuesto. Gara no podía dejar de observarlo, y en cuanto sus miradas se encontraron, el amor los atrapó sin remedio. Poco después, aún en fiestas, su compromiso fue público. Pero he aquí que en cuanto se empezó a propagar la feliz noticia, El Teide, antes conocido como Echeyde (infierno), empezó a escupir lava y fuego, con tanta fuerza que desde la Gomera el espectáculo era aterrador. Recordaron el presagio dado a la inocente Gara: Gara, princesa de Agulo, el lugar del agua; Jonay, puro fuego, procedente de la Isla del Infierno... Aquel amor era entonces, imposible. Grandes males se avecinaban si no se separaban. Entonces sus padres ordenaron tajantemente que no volvieran a verse. Ya apaciguado el volcán, y concluidas las fiestas, regresaron a Tenerife todos los visitantes, más uno se fue con el alma vacía y el pecho quebrado.

Cuentan que Jonay se lanzó al mar en medio de la noche, para nadar hasta su amada. Dos vejigas de animal infladas atadas en la cintura le ayudaban a flotar cuando las fuerzas se le agotaban. Larga fue la travesía y ya con las primeras luces del alba llegó a su destino. Furtivamente fue en busca de su amada, y al encontrarse, se abrazaron apasionadamente. Escaparon por los bosques gomeros y bajo un cedro se entregaron a la pasión y al amor. El padre de Gara, enterado de la huida de su hija, salió furioso en su busca. Los encontraron amándose, y cuando los jóvenes se percataron de su presencia, buscaron la única salida posible... Una implacable vara de cedro afilada, colocada entre ellos, uniendo sus corazones fue su aliado mortal. Mirándose a los ojos, se apretaron el uno contra el otro, traspasándose y dejándolos unidos para siempre". Gara, princesa del agua, y Jonay, príncipe del fuego, dan nombre hoy a la cumbre más alta de la Gomera y al Parque Nacional de Garajonay.



Siete chorros del municipio de Vallehermoso

Cuenta la leyenda que en la Gomera, poco antes de la llegada de los castellanos, existían siete chorros de donde fluía agua pura y cristalina de una fuente que nadie sabía de dónde venía y era el lugar donde se suministraban todos los gomeros. En la actualidad estan, los siete chorros, en el municipio de Vallehermoso.

Estos siete chorros eran, a su vez, mágicos pues si las jóvenes casaderas se miraban en sus aguas éstas les decían si encontrarían pareja o no. Si el agua era clara y clistalina, el amor llegaría pronto pero si era turbia tendrían que esperar.

 "Si bebes de los siete caños te casas antes de un año", "para encontrar el amor deseado, las mujeres deben beber de los pares y los hombres de los impares (comenzando por el de la izquierda); pero las que quieran ser brujas deben beber del de los hombres".
"los dos primeros chorros corresponde a la salud los que le siguen al amor y los otros dos a la fortuna". Aunque los viejos del lugar insisten que, en la antigüedad sólo habían tres chorros.

La leyenda de la reina de Ico

Zonzamas reinaba en Lanzarote cuando llegó a la isla una embarcación española al mando de Martín Ruiz de Avendaño. Al ver la nave a distancia los isleños se aprestaron para el combate. Transcurrido el tiempo, Ruiz de Avendaño decidió ir a tierra en son de paz, llevando consigo un gran vestido que regaló al rey como muestra de amistad. Zonzamas aceptó el regalo y, en muestra de amistad, entregó al recién llegado ganado, leche, queso, pieles y conchas, invitándolo a descansar en su morada de Acatife. Allí eran esperados por la reina Fayna y sus hijos, Timanfaya y Guanareme. Como huésped de los reyes pasó Avendaño varios días en Mayantigo. Mas tarde retornó a su barco y partió.


A los nueve meses la reina Fayna dio a luz una niña de tez blanca y rubios cabellos, a la que puso por nombre Ico. El pueblo murmuraba y renegaba de la princesita y de su origen. Así transcurrió el tiempo, y la niña creció sana y hermosa al cuidado de Uga, su aya. Transcurrido el tiempo Zonzamas y Fayna murieron. Los Guaires, reunidos en asamblea, proclamaron rey a Timanfaya. Con el paso de las estaciones Ico se fue convirtiendo en una bella joven. Guanareme se enamoró de ella y acabó por hacerla su esposa. Tiempos después otras naves vizcaínas y sevillanas llegaron a las costas de Lanzarote en busca de esclavos. Los lanzaroteños se aprestaron para la defensa. En la lucha muchos isleños murieron, otros fueron hechos prisioneros y encadenados como esclavos para ser vendidos en la Península. Entre estos últimos estuvo Timanfaya.

Desaparecido el rey, los guaires se reunieron otra vez para elegir nuevo soberano. Este debía de ser Guanareme, pero nadie osó pronunciar su nombre, pues si era elegido su esposa, Ico, debería ser reina y su nobleza, origen y sangre eran discutidos. Su piel y sus rubios cabellos recordaban demasiado la lejana llegada de Ruiz de Avendaño y si Ico no era hija de Zonzamas, no podía llevar la corona, así que tuvo que huir.

Deliberaron largamente los Guaires. Finalmente decidieron que, para llegar a la verdad, la princesa fuese sometida a la prueba del humo. Quedaría encerrada en una cueva acompañada de tres mujeres no nobles. Después se llenaría el aposento con un humo espeso y continuado; si la sangre de Ico no era noble, perecería como las otras mujeres. Si sobrevivía sería signo inequívoco de su nobleza. El día siguiente sería testigo de la prueba. Por la noche Uga, la niñera de Ico, la visitó con el pretexto de animarla, pero nada más quedar a solas, la vieja aya le dio una esponja a la princesa diciéndole que al llegar la hora de la prueba, la empapara de agua y la pusiera en su boca, con lo cual saldría viva de la cueva. Ico hizo caso. Cuando fue abierta la cavidad las tres mujeres villanas yacían muertas, mientras que ella salió con vida. En Adelante sus súbditos no dudaron de su nobleza.
 
 

La leyenda del Garoé
 


Cuentan las crónicas que en tiempos de la conquista hubo en la isla de Hero (Hierro), un árbol al que los naturales llamaban Garoé, y no conocían los estudiosos otro árbol similar en todo el archipiélago o tierra conocida. Este era capaz de destilar el agua de las brumas que llegaban a él, por sus grandes hojas, siendo esta recogida en unas oquedades hechas en el suelo por los bimbaches (antiguos herreños). No había más agua en Hero que la que destilaba el Garoé. Era por ello que los bimbaches adoraban a este árbol como si de un dios se tratase, velando siempre por su bienestar y seguridad. No obstante cuando vieron llegar a los conquistadores al puerto de Tecorone (hoy de "La Estaca" ) temieron por su propia libertad y reúnen en Tagoror a toda la isla, pues no era la primera vez que los barcos piratas llegaban a aquellas islas para diezmar a su población vendiéndola como esclavos en países allende el mar. En dicha asamblea se llega a la resolución de que se deben cubrir las copas del Garoé para que no sea descubierto por los extranjeros, ya que de no encontrar agua posiblemente se fueran, abandonando la empresa de conquistar la isla.


Todo se hizo según lo acordado, y habiendo guardado reservas de agua lo suficientemente importantes como para no volver al Garoé en varias semanas e imponiendo la horca a quien revelase tan preciado secreto, vieron como la expedición franco-española de Maciot Bethencourt comenzaba a sufrir las penalidades de la sed. Fue entonces cuando una aborigen, Agarfa, se enamoró de un joven andaluz de dicha expedición, y dejándose llevar por el amor que le profesaba reveló el valioso secreto del Garoé sin pensar que con ello estaba condenando a todo su pueblo a perder la libertad. Estando Maciot al tanto de la buena nueva, sabía que la conquista de la isla estaba próxima. Por contra los bimbaches, viendo como su árbol sagrado estaba en manos extrañas decidieron ajusticiar a Agarfa, secuestrándola del campamento extranjero en donde se encontraba, ahorcándola al alba del día siguiente.

Días más tarde Armiche ( Mencey, Rey de Hero ) rinde homenaje al conquistador Maciot de Bethencourt y al poco tiempo fue cautivo junto a sus más fieles vasallos, marchando con él, la libertad y majestad del último mencey de Hero.
 
 
La maldición de Laurinaga
 
  
En el siglo XV, don Pedro Fernández de Saavedra, fue nombrado señor de las islas Afortunadas. En Fuerteventura. Don Pedro, tan conquistador en el amor como en la guerra, cobró fama, nada más llegar a la isla por sus aventuras con las muchachas guanches. Se casó, al poco tiempo de llegar allí, con doña Constanza Sarmiento, hija de García de la Herrera, y tuvo catorce hijos, amén de todos los ilegítimos que sembró por la isla en sus frívolas aventuras. Con el transcurso de los años, uno de los hijos de doña Constanza, don Luis Fernández de Herrera, se convirtió en un apuesto caballero, heredando todos los defectos de su padre, pero ninguna de sus virtudes. Era altanero, petulante y conquistador; pero cobarde para la guerra. Y le resultaba divertido seducir a las muchachas indígenas, que le miraban como a un héroe. En una ocasión, se encaprichó de una bellísima doncella que había sido bautizada como cristiana con el nombre de Fernanda. A la muchacha no le disgustaba la presencia de don Luis; pero no se decidió a poner en juego su reputación accediendo a sus deseos. Pasaron los meses y el galán siguió acosando a Fernanda, que cada día se sentía más dispuesta para aquel juego, hasta el extremo de aceptar una invitación de don Luis para asistir a una cacería organizada por su padre. Llegado el día, don Luis se las arregló para estar solo toda la mañana con la ya enamorada doncella. Comieron plácidamente a la sombra de un chopo y poco después el joven caballero la invitó a dar un paseo. En animada conversación llegaron a una espesa arboleda cuando ya la tarde declinaba. Don Luíi, creyendo que ya había llegado el momento de prescindir de galanteos platónicos, intentó abrazar a Fernanda. Ella trató de defenderse, pero comprendiendo que le sería imposible hacerlo, pidió socorro a grandes voces. Los gritos fueron oídos por los cazadores, y advirtieron la ausencia de la pareja.


Don Pedro montó en su caballo y, en compañía de otros caballeros, picó espuelas para dirigirse hacia allí. Antes de que llegaran, pudo acudir un labrador indígena, que al ver la situación de la doncella trató de defenderla de don Luis. Éste, ofendido y molesto, desenvainó un cuchillo, dispuesto a quitar la vida a aquel indígena. Pero no fue posible, porque, tras unos minutos de lucha, el labrador pudo arrebatar el arma a don Luis. Iba a clavársela, como venganza, ciego de ira, cuando don Pedro, que llegaba a todo galope y había visto la escena se precipitó con su caballo sobre el campesino que cayó con violencia al suelo y murió en el acto. Entonces apareció de entre los árboles una anciana indígena, madre del labrador, que lanzando una mirada dolorida sobre aquel cuadro, se dio cuenta enseguida de lo ocurrido. Levantó la cabeza para conocer al causante de aquella muerte, y se encontró con la de don Pedro, el caballero que la había seducido en su juventud y del que había tenido aquel hijo que acababa de morir. La anciana al reconocerle, ciega de indignación, le hizo saber que ella era Laurinaga y que aquel cadáver era el de su propio hijo. Luego, elevando los ojos al cielo, como invocando a los dioses guanches, maldijo con voz temblorosa y acento grave aquella tierra de Fuerteventura, por ser señorío de aquel caballero don Pedro Fernández de Saavedra, causante de todas sus desgracias. Dicen que a partir de aquel momento empezaron a soplar sobre aquellas tierras los vientos ardientes del Sahara, que se empezaron a quemar las flores y toda la isla fue convirtiéndose en un esqueleto agonizante, que según la maldición de Laurinaga, acabará por desaparecer.
 

El grito más fiero 

  
Cuando Jean de Bethencourt llegó a El Hierro, vivía en la isla un bimbache llamado Ferinto, el cual se convirtió en el tormento de los conquistadores. Jamás los dejaba tranquilos y los hostigaba continuamente. Por mucho que los extranjeros perseguían a Ferinto, su agilidad era tal que no lograban atraparle. Un día este herreño fue traicionado por alguno de los suyos y los europeos rodearon su guarida, con la intención de prenderle. sin embargo, Ferinto los oyó llegar y logró huir hasta el borde de un profundo barranco, cercano a Valverde. De poco le sirvió a Ferinto su huída, porque sus enemigos estrecharon aún mas el cerco, hasta que se vio totalmente perdido. Mientras que a sus espaldas estaban los castellanos, bajo su pies se abría un horroroso abismo. Comprendió que una caída podría ocasionarle la muerte. A pesar de todo, reflexionó Ferinto, ¿qué es la vida, cuando se ha perdido la libertad? ¿Para qué sirven el aire que nos rodea, las aguas que los dioses destilan de los árboles sagrados o las montañas con sus misterios si todo eso es ultrajado, despreciado y deshonrado por gentes que vienen a tratarnos como esclavos?,  ¿De qué sirve mi vida si mi voluntad se trunca a cada paso ? ¿No es mejor morir despeñado y convertir mi muerte en un acto liberal?. Ferinto cogió aliento. flexionó sus  poderosas piernas , salto... Y, superando cualquier expectativa, logró llegar al otro lado del cauce, poner sus pies en el lugar que hoy se conoce como El Salto del Guanche.. Sin embargo, de nada le sirvió. Allí también le esperaban los conquistadores con las armas prestas. La desesperación de ver su libertad perdida impulsó al bimbache a gritar. Lanzó un grito tan fiero, tan grande, tan alto que atravesó la isla, sobre pinares, barrancos y volcanes, hasta llegar a La Dehesa, en el otro extremo de El Hierro, donde su madre, al escuchar su potente voz, dijo con tristeza: ¡ Mi hijo ha sido vencido !. 
  
 

El Drago milenario 

  
Una tarde en la remota antigüedad, cierto navegante mercader llegaba de las costas mediterráneas en busca de sangre de Drago producto muy en boga y de gran importancia en la elaboración de ciertas preparaciones de la farmacopea, y desembarcó por la playa de San Marcos, de Icod de los Vinos para llevar a efecto su lucrativo propósito. Estando ya en la playa sorprendió allí a unas infantas o damas de esta tierra, que conforme al rito tradicional se bañaban solas en el mar aquella tarde veraniega. El intruso navegante las persiguió, logrando apoderarse de una de ellas. Esta trató astutamente de conquistar el corazón del extraño viajero para lograr huir, y con signos de consideración y amistad le ofreció algunos hermosos frutos de la tierra. Para aquel navegante que venía detrás de la sangre del Drago, y traía metido en la imaginación y en el alma el mito helénico de las Hespérides, los frutos que aquella dama de esta tierra le ofreciera, pudieron muy bien parecerle las manzanas del mítico jardín. Mientras él comía gustosamente desprevenido, la bella aborigen saltó ágil al otro lado del barranco, y velozmente huyó hacia el bosquecillo cercano escondiéndose tras la arboleda. El viajero sorprendido en principio trató de perseguirla de cerca, pero vio con sorpresa que algo se interponía en su camino, que un árbol extraño movía sus hojas como dagas infinitas, y que el tronco parecido al cuerpo de una serpiente se agitaba con el viento marino y entre sus tentáculos se ocultaba la bella doncella guanche. El navegante lanzó un dardo que llevaba en sus manos, contra lo que a él se le figuró un monstruo, con gran miedo y asombro y al quedarse clavado en el tronco, del extremo de la jabalina empezó a gotear sangre líquida del Drago. Confuso y atemorizado el hombre huyó laderas abajo, se metió en su pequeña barca y se alejó de la costa; porque iba pensando en su corazón, que había sorprendido en el jardín a una de las Hésperides a la que salió a defender el mítico Dragón...
 
 

GUAYOTA EL MALIGNO

 El aire andaba espeso, turbio y ardiente. Las nubes se arremolinaban tropezando entre ellas y las aguas del mar andaban revueltas. Los animales estaban inquietos, hasta la coruja que sólo merodea en lo oscuro, voló bajo la luz. Aquellos signos presagiaban que Guayota estaba próximo. Apareció Guayota y se apoderó de Magec, el sol, dejando el cielo a oscuras. Todo fue una noche cuando aún era el día. Rogaron entonces a Achamán los guanches, para que tuviera misericordia, que devolviese al día sus luces, que su poder librase de todo daño. Achamán atendió las súplicas y acudió dispuesto a defenderlos. Guayota, con Magec prisionero, se había ocultado en los adentros de Echeyde (Teide).

Allí fue a buscarle Achamán. Cuando lo halló, el suelo se abrió en truenos, estampidos y temblores que aturdían a las islas más lejanas. fue el comienzo del combate. Por el cráter de Echeyde, Guayota arrojaba humos, peñascos encendidos, lenguas de lava, azufres y escorias con los que intentaba doblar a Achamán. Aire y cielo se convirtieron en un lamedal hirviente tan encendido en brasas que causaba espanto. Y prosiguió Guayota vomitando fuegos hasta que Achamán, al fin, logró vencerle. Como castigo a su maldad lo encerró para siempre dentro de Echeyde. Después devolvió a Magec al cielo para que siguiera iluminando la tierra, y enseguida el día volvió a ser día y se aquietaron las aguas y las nubes. Guayota, cautivo desde entonces, aún respira en lo más alto de Echeyde.
LA LEYENDA DE AMARCA
 
 En viejos romances canarios corría de boca en boca la triste historia de Amarca, la celebrada doncella indígena. Tan gallarda era su figura, tan peregrina su belleza que llegó a ser envidiada de todas las doncellas. Tenía su morada en las bellas alturas de Icod. Su rústico albergue parecía como un nidal colgado en las crestas de la montaña, para sustraerse a las miradas y a las ambiciones, esas aves rapaces, embaucadoras, que se llevan a las muchachas guapas. Hasta el rústico hogar de la doncella llegó un día Belicar, el último Mencey , Rey y señor de los dominios de Icod y se quedó atónito y deslumbrado ante la extraordinaria belleza de la joven. Desde aquel día memorable se acrecentó su fama y corrió como fausta noticia por todo el Menceyato. Una condición tenía la moza que contrastaba con lo humilde de su linaje: su natural altivo y desdeñoso. Amarca se veía continuamente asediada de amores por muchísimos hombres y otras tantas veces sembró el dolor y la decepción en sus amantes. ¿ A quién amará Amarca?, preguntábanse intrigada los zagales. ¿Para quién será el corazón de aquella belleza hija del Teide?. Guarecida a las faldas del coloso siempre entre las nieves. Uno de los más aguerridos vasallos del Reino, Garigaiga, el pastor, había enloquecido por Amarca. Ella esquivaba su cariño; repudiaba su pasión local, desenfrenada. Repelía al hijo del Volcán, el de la tez y morena y los brazos recios como robles.

Enloquecido por el dolor de verse desdeñado, una tarde mientras los horizontes se teñían de sangre y el sol moribundo plateaba las aguas del Océano como un riera de luna en una noche de misterio, vió que Garigaiga, en el borde de un alto precipicio, agitaba sus brazos como banderas en la premura. Vió arquear el cuerpo hacia delante, hundir la cabeza sobre el pecho y partir veloz hacia el abismo. La noticia del trágico suceso no tardó en extenderse por todas partes. Las mujeres, culpaban su egoísmo, y a sus desdenes atribuían la muerte del pastor. De pronto Amarca desapareció, nadie sabía cual había sido el destino de la doncella. Sólo un anciano que una mañana la había visto descender de las cumbres y caminar como una sonámbula hasta las orillas del mar, se hallaba en posesión del secreto. Que no la buscasen más, parecían decir sus labios fríos y trémulos plegados para siempre, y el anciano aquél lo contó todo. Una semana al brillar los primeros destellos del sol, vió que Amarca se arrojaba al abismo, y después de luchar con el bravo oleaje, se la llevaba mar adentro una ola alegre y corretona como un niño.

Era la época del "Beñesmén", de la sazón y de la riqueza de las mieses, eran los días de placidez y de luz, y todo se sumió en sombras y lágrimas... Amarca había aparecido muerta sobre las arenas de la playa, la habían matado un remordimiento muy hondo. El Mencey Belicar mandó que se cantasen tristes endechas; que se encendiesen luminarias en los cerros, y que los más fornidos mozos, como real costumbre en los días aciagos, azotasen con sus varas las aguas del mar. Mandó también que se ungiese su cuerpo con los más olorosos perfumes, que no en vano era la flor más preciada de la comarca. Al cabo de los años cuando algún nocturno caminante cruzaba las cumbres del Teide, un lamento extraño escalofriante, le detenía acongojado. Era una voz débil, apagada, dolorida, que parecía surgir del fondo del barranco. Era aquel mismo clamor de súplica, de pena, de trágica agonía que tantas veces balbucearan los labios febriles de Garigaiga, el loco: "Amarca......hermana Amarca".
 
 
LA LLEGADA DE LA VIRGEN DE LOS REYES
En Transcurría el invierno de 1545 cuando unos cabreros apacentaban su ganado en La Dehesa, en El Hierro, como ha sido costumbre de los pastores de aquella isla desde tiempos inmemoriales. La proximidad de un barco que navegaba hacia el Oeste llamó su atención y buscaron un lugar donde contemplarlo a placer. El velero traspuso la punta de Orchilla. Sin embargo, no transcurrió mucho tiempo antes de que girase y volviera sobre su propia estela a penetrar nuevamente en el Mar de las Calmas. Se detuvo en la rada. Los pastores se acercaron más para ver mejor que sucedía. Observaron cómo los tripulantes maniobraban con el velamen hasta que lograron enfilar nuevamente la proa rumbo a occidente y rebasaron otra vez la punta de Orchilla. Al poco tiempo de haberlo hecho, se torció la ruta de la nave y regresó a la bahía por segunda vez. Este extraño comportamiento continuó repitiéndose una y otra vez, hasta que los herreños decidieron poner sobre aviso al alcalde Bartolomé Morales, el cual decidió bajar al día siguiente con un grupo de hombres armados para ver que sucedía. Mientras, la nave continuaba intentando abandonar el Mar de las Calmas sin conseguirlo, porque cada vez que lo intentaba el viento cambiaba de dirección y lo devolvía a pocos metros de tierra firme. Los marinos estaban tan confusos como los pastores. Así, cuando vieron que un grupo de isleños se acercaba a la orilla, echaron una barca y fueron a su encuentro para informarles de lo que sucedía. Tras un rato de charla, volvió cada uno a su tarea: los pastores a sus cabras, los marinos a luchar contra aquel viento extraño y circular.

Pasaron horas, días, semanas ..... y la nao continuaba su extraordinaria navegación redonda. Sucedió que el agua y los alimentos de a bordo tocaron a su fin y se avisó a Bartolomé Morales para que les vendiese comida. El capitán le comento que no tenia dinero. pero que podría darle a cambio una imagen de la virgen Maria que tenia en el barco. Se pusieron rápidamente de acuerdo y el trato se llevo a efecto el día 6 de Enero del nuevo año de 1546. Entonces comenzó a soplar una brisa que impulso la nave hacia el Oeste, al tiempo que los herreños depositaban la imagen en una de las cuevas de Caracol. Los vientos no cambiaron esta vez y el barco fue empequeñeciéndose en el horizonte. Por ser el día de los Reyes Magos decidieron llamar así a la imagen recién adquirida: Virgen de los Reyes, como aún se le conoce. El 25 de abril de 1577 se terminó de construir la actual ermita, cerca de la primitiva cueva.
 
LEYENDAS DE GRAN CANARIA
 
 
 
 
En la isla de Gran Canaria nacieron y crecieron los célebres amores de dos amantes, tan apasionados y consecuentes como pudieran serlo los inmortales de nuestra literatura romántica.
 
 Se llamaba él León María, Vestía el uniforme de alférez del Cuerpo de Granaderos de su Católica Majestad y vivía en la ciudad del Teide, donde tenían la casa sus mayores, edificada junto a la iglesia de San Juan Bautista. Heredó de su padre, el coronel La Rocha, su decidida vocación militar, y de su madre, doña Lucinda, la distinción y la hidalguía de los Alfaro.
Se llamaba su amada Fátima, y la historia de su vida fue una romántica aventura desde sus primeros años. Era hija del esforzado guerrero Aliogrey, de Beni-Izarguin, nacida en Río de Oro. Por línea materna, tenía sangre portuguesa y cristiana. De ahí que a los dieciocho años sintiese anhelos de ser bautizada, impulsada por Barca, su madre, que aún conservaba el sentimiento religioso aprendido en el hogar portugués.
Las dos damas moriscas habían embarcado en la goleta Estrella Verde con rumbo a Gran Canaria, con objeto de recibir allí las aguas bautismales, y durante el viaje se había establecido una cordial corriente amistosa entre ellas y el capitán de navío don Alonso Ojeda.
Fue al llegar a puerto cuando se encontraron por primera vez los amantes de esta leyenda. El alférez León María, que ahora vivía en Las Palmas, había acudido al muelle para esperar a su gran amigo Ojeda. Cuando éste desembarcó con las dos damas a él encomendadas, el capitán hizo la presentación de las moras:
Barca, serena de temperamento y tostada de piel, y Fátima, su hija, frágil y esbelta, en cuyo aspecto se traslucían más firmemente aún que en su madre sus antecedentes latinos.
Al alférez no le fue posible contemplar a la morita, porque venía vestida a la usanza de su tierra y un velo le cubría el rostro casi por completo; pero pudo, no obstante, adivinar la suavidad de líneas de su figura y la dulzura de sus ojos. Y sin saber él mismo por qué, quedó prendado de Fátima desde el momento en que tuvo lugar aquella presentación.
Todos los días se las arreglaba León María para visitar a Fátima, que tampoco sabía disimular su predilección por él. Un día, por fin, hablaron de su amor y llegaron a pensar en un próximo matrimonio, una vez que ella hubiera sido admitida en la Iglesia Católica. Era, pues, cuestión de días, porque ya don José Ventura, el sacerdote que las preparaba, consideraba a las dos moras suficientemente impuestas en las doctrinas evangélicas.
Llegó, al fin, el día señalado para recibir las aguas bautismales, y Barca y Fátima marcharon devotamente a recibir el Sacramento, dispuestas en adelante a cumplir con su nueva religión.
Fátima salió del templo llamándose Ana Joaquina, lo cual suponía para León María que al fin podrían cumplir su sueño de matrimonio. Sin embargo, cuando el alférez comunicó a su familia su proyecto, creyeron que su reputación estaba en juego ante tan descabellada boda. Doña Lucinda, su madre, se sintió enferma ante la perspectiva de emparejar con la heredera de Aliogrey, y su padre creyó deshonroso que tan noble caballero fuese a emparentar con Una nativa de Río de Oro. Pero todas las protestas, los razonamientos y los llantos cayeron en el vacío del alma de León María: estaba más enamorado cada día de Ana Joaquina y la haría su esposa por encima de todo. Además, ninguno de los pretextos que levantaban como murallas entre los dos tenía la menor consistencia: ella era pura, profundamente religiosa, educada y hermosísima. Lo que pudieran decir en su contra tenía origen sólo en una serie de prejuicios sociales más o menos deformados, sobre los que el alma apasionada de León María volaba a gran distancia.
La familia, viendo que nada conseguía por la persuasión, recurrió a la artimaña. El coronel La Rocha tenía sobrada influencia para destinar a su hijo fuera de allí, y, una vez lejos, pensaban todos que sería fácil interceptarles las cartas, para que acabaran aburriéndose y olvidando aquel sentimiento que creían antojos de juventud.
No pasó mucho tiempo sin que el alférez recibiese la orden de abandonar la isla para marchar a Tenerife. Escribió desde allí a Ana Joaquina interminables cartas de amor, que ella contestó con la misma vehemencia; pero poco a poco la familia fue interceptando la correspondencia y llegó un momento en que apenas si León María recibía noticias de su novia. Desesperado, le escribió rogándole una explicación a su conducta; pero ella no pudo dársela, porque no recibió la carta. Lo que si recibió, y muy asiduamente, fue la visita de doña Lucinda Alfaro, que, quitando importancia a la cosa, le aseguró que su hijo nunca había sido muy constante. Ana Joaquina y su madre, desalentadas por aquel desengaño, prepararon la marcha hacia Río de Oro, y cuando ya estaban en ruta doña Lucinda, tratando de rematar su labor, escribió a su hijo una carta en la que le hacía saber, también con cierto aire de indiferencia, que la morita había profesado en el convento de las monjas clarisas.
Esta noticia acabó de desconcertar el ánimo torturado de León María, que, sin poder contener por más tiempo su desesperación, decidió marchar a Gran Canaria para ver a Ana Joaquina por última vez, aunque fuera con el hábito de novicia. Le fue concedido el permiso y marchó a Las Palmas. Una vez allí, corrió hacia el convento de Santa Clara, para preguntar a la priora por Ana Joaquina; pero la madre le aseguró, entre irónica y desconcertada, que no había entrado en su convento aquella dama. Pensó entonces el enamorado alférez que sólo su familia podría conocer su paradero, y con una energía desusada para con los suyos les exigió explicaciones sobre la meditada trama de aquel engaño. Consiguió, al fin, enterarse de la verdad, y, aprovechando el viaje de su amigo Ojeda, que iba a partir en la goleta Estrella Verde, marchó con él hacia Río de Oro. El viaje, aunque rápido, le resultó interminable a León María. Cuando divisaron la costa, tomaron tierra en unas lanchas, disfrazados de moros. Sigilosamente avanzaron en la dirección del aduar de Aliogrey y, amparados por la noche, lograron escalar el edificio y encontrar a Ana Joaquina sin mucha dificultad. A la mañana siguiente los dos enamorados embarcaron en la Estrella Verde, dispuestos a casarse no bien llegaran a Las Palmas, para evitar en el futuro nuevos contratiempos. El viaje les prometía unas horas de felicidad. Pero algo imprevisto vino a alterar la paz del navío: el vigía había descubierto a lo lejos un bergantín de piratas berberiscos que venía hacia la goleta enarbolando el paño verde. A los pocos minutos se cruzaron unas descargas de fusilería entre los dos navíos y poco después los piratas, muy superiores en número, se lanzaron al asalto de la goleta, que quedó cubierta de cadáveres. Sólo respetaron la vida de los tres únicos que podían valer un buen rescate: el capitán Ojeda, el alférez León María de la Rocha y Ana Joaquina Aliogrey. Fueron trasladados al bergantín y maniatados en una de las bodegas Sólo llevaban allí unas horas cuando alguien vino a desatarlos para conducirlos a cubierta. El capitán estaba de fiesta y quería ver a sus prisioneros. Karedin, el gran pirata, al ver ante sí la delicada belleza de Ana Joaquina, quiso entablar conversación y la saludó en árabe; pero ella no contestó. Karedin, que no consideraba necesarios los preámbulos, se acercó entonces a ella para abrazarla. Casi al mismo tiempo, León María se abalanzó sobre Karedin para impedírselo; pero ya un pirata había desenvainado su cuchillo para defender a su capitán del osado agresor. Ana Joaquina comprendió en un instante que aquel cuchillo iba a quitar la vida de León María, y sin que nadie pudiera preverlo, quiso proteger el cuerpo del alférez con el suyo y el cuchillo fue a atravesar la frágil figura de Ana Joaquina.
León María, viendo en aquel momento destrozado para siempre su sueño de amor, cogió entre sus brazos el cadáver de la morita y, saltando la baranda del navío, se lanzo con él al mar. Las olas, ligeramente enrojecidas por unos instantes, ocultaron a los dos desventurados amantes, que sólo en el momento de la muerte pudieron unirse.
Con los años, regresó el capitán Ojeda, único superviviente de la goleta Estrella Verde, rescatado de los piratas por una fuerte suma. Su vida, una vez en Las Palmas, volvió de nuevo a la normalidad; pero ya nunca pudo apartar de su memoria el recuerdo torturante de aquellos amores del alférez y la morita, que fueron fatales por su misma intensidad y firmeza.

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